A pesar de los esfuerzos de comunicación de nuestros responsables políticos, que presentan los recortes como si fueran aumentos y los retrocesos como los más seguros avances, y no hay más que echar un vistazo al preámbulo del apartado correspondiente del proyecto de presupuestos del Estado de este año, a estas horas ya nadie duda de lo catastrófico de la situación en que han dejado a la ciencia la crisis y nuestro Gobierno. Los recortes se han llevado por delante proyectos, a grupos y a centros investigación. Aunque quizás el efecto más dramático, por su dimensión humana pero también por las nefastas consecuencias para el sistema de ciencia español, es que han truncado la carrera de muchos investigadores jóvenes que, después de muchos años fuera de nuestras fronteras, habían vuelto a España creyendo que los contratos Ramón y Cajal eran una apuesta seria para crear una carrera científica en nuestro país.
Pero los recortes en la ciencia no son un hecho aislado, sino que forman parte de una batería de recortes que se dirige contra todos los servicios públicos. Y en todos los casos el recorte no viene sólo, sino que se está acompañando de una transformación profunda de la naturaleza del sistema. Transformación que se presenta, como también se presentan los recortes, como inevitable, no ideológica y casi natural. La disponibilidad de dinero, no ya limitada sino ridículamente escasa, que se destina a los servicios públicos, no es una decisión política, nos dicen, sino la única opción posible. Como tampoco es una opción política sino una realidad inevitable, el que la sanidad no sea universal o la educación no sea gratuita; ponerlo en duda es un síntoma, parece, de inmadurez o de falta de luces. Pero no es sólo que falten recursos, también nos adoctrinan, con machacona insistencia, de que es necesario corregir el sistema. Hay que cortar los abusos de los usuarios de la sanidad pública y el derroche que supone pagar la educación de los malos estudiantes. Para no hablar ya del despilfarro del seguro de desempleo para parados que no quieren trabajar. No tenemos dinero para todo y, además, hay quien no merece que gastemos el dinero de todos en él. Así es como entran estas nuevas ideas, con un doble embudo: el de su necesidad objetiva, no ideológica, y el de la estigmatización del que va a ver recortados sus servicios, lo que antes llamábamos derechos, como el que no los merece.
Nos adoctrinan, con machacona insistencia, de que es necesario corregir el sistema
En el caso de la ciencia se está siguiendo un guión muy parecido: no hay dinero, pero además, la ciencia española lo ha derrochado. Y el nuevo dogma que se impone es el de la excelencia. Hemos oído decir a varios responsables de ministerios y consejerías autonómicas que los recortes ayudarán a seleccionar la buena ciencia y los buenos científicos. Y que el camino a seguir es el de la excelencia. Se sobreentiende pues que la ciencia que se hace no es de calidad y que los científicos, muchos de ellos, no hacen bien su trabajo. Si esto es así, cualquiera pensará que no solo se puede sino que se debe recortar los presupuestos en ciencia, y aquellos que ven recortados sus proyectos o rescindidos sus contratos entenderán que la responsabilidad es suya, por no haber hecho bien su trabajo, por no ser lo suficientemente buenos. De nuevo el doble embudo.
Pero resulta que excelencia no es sinónimo de calidad. Mientras que la calidad se refiere a un valor absoluto, la excelencia es el fruto de una comparación. Cuando hablamos de excelencia de lo que realmente hablamos es del uso de sistemas de evaluación comparativa basados en indicadores numéricos simples que permiten realizar clasificaciones con el objetivo de redistribuir los recursos concentrándolos en los primeros de la lista. Obviamente, si queremos recortar recursos tener una clasificación numérica es perfecto: podemos recortar cuanto queramos, un 10%, un 15% o un 90%, y siempre lo podremos justificar diciendo que se ha seleccionado a los mejores. O en la versión despectivo-prepotente, que seguramente usaría más de un ministro, que hemos expulsado a los mediocres. Y nadie lo discute, y menos que nadie los que han sido expulsados, porque ellos mismos se sienten ahora mediocres y responsables de su suerte.
La búsqueda de la excelencia no es más que una estrategia de marketing para disfrazar la reducción de los costes
En manos de nuestros gestores, la búsqueda de la excelencia no es más que una estrategia de marketing para disfrazar la reducción de los costes del sistema. Y así hemos acumulado en poco tiempo un recorte que no es ni del 10% ni del 20 sino que está cerca del 40%, y que aunque en el proyecto de presupuestos se pregone, con la desfachatez de quien miente sabiéndose impune, que hemos alcanzado la media europea en inversión, la realidad es que nos alejamos de los países de nuestro entorno a pasos agigantados.
Pero la excelencia no es sólo una estrategia de marketing, es también y sobre todo una nueva visión de la ciencia (y de los servicios públicos en general). Una visión importada de las escuelas de negocio que trata el conocimiento como una mercancía y a los científicos como empresarios, o en el nuevo tuneado lingüístico, como emprendedores. En esta visión de la ciencia los científicos compiten para vender sus trabajos al precio más alto y los centros de investigación compiten entre ellos para tener los científicos con más éxito de ventas y quedarse con el máximo número de recursos. El precio, en este caso, se reduce la mayoría de las veces a un indicador que conocemos como índice de impacto, y que está asociado a las revistas científicas. Como más alto sea el índice de impacto de las revistas donde publica un científico, más se valora a este científico.
La ‘excelencia’ trata el conocimiento como una mercancía, y a los científicos como empresarios
Este indicador nació para evaluar a las revistas, y estudios en todo el mundo desaconsejan su uso para evaluar el trabajo de los científicos (ver, por ejemplo, la declaración de San Francisco sobre la evaluación científica o los artículos publicados en Frontiers in Human Neurosciences o Nature o un editorial reciente en la misma revista). El indicador lo otorga una empresa privada, Thomsom Reuters, siguiendo unos cálculos que no son públicos ni transparentes y su valor puede fluctuar en función de estrategias de las revistas que nada tienen que ver con la calidad de los artículos. El índice de impacto es la cotización de los científicos en la bolsa de la ciencia y Thomson Reuters juega el papel de nuestros conocidos Standard and Poor’s. Y podríamos seguir con las analogías indefinidamente. En cualquier mercado el precio de un producto y el volumen de ventas no depende sólo de su calidad sino también de su grado de adaptación a las modas del mercado, de su estrategia de marketing y de poseer una buena red de distribución. Y el índice de impacto que asociamos a los trabajos científicos depende de estas mismas leyes, leyes que empiezan ya a regir el mercado de la ciencia.
Ningún científico trabaja sólo y ningún centro de investigación puede mantenerse aislado sin un sistema científico sólido
Pretender que esa competición entre excelentes, con sus cotizaciones y sus rankings, mejorará la ciencia en España es como pretender que la salud y la forma física de los españoles mejorará porque Rafael Nadal haya recuperado el primer puesto en la clasificación tenística mundial. Ningún científico trabaja sólo y ningún centro de investigación, por excelente que sea, puede mantenerse aislado, sin el respaldo de un sistema científico sólido. Pero incluso si esto fuera posible, tener sólo un puñado de investigadores publicando en las mejores revistas del mundo, no permite mejorar la cultura científica de la sociedad, ni aumentar la calidad de la enseñanza universitaria, ni tener una industria de base tecnológica dinámica, ni tampoco tener una clase política correctamente asesorada en temas científicos para que pueda tomar las mejores decisiones en nuestro nombre. Para ello, más que la excelencia de unos pocos, necesitamos la calidad de muchos científicos que trabajen con objetivos más amplios que los de competir para publicar en las revistas de más impacto; científicos que consideren que su trabajo es colaborar entre ellos para conocer y difundir este conocimiento a la sociedad.
Si queremos rentabilizar la inversión que nuestro país hace en ciencia, lo primero que se necesita es saber qué objetivos nos proponemos. Si nos conformamos con un puñado (cada vez más pequeño) de científicos que publiquen en las revistas de más impacto y permitan mantener el espejismo de que la ciencia española sigue en primera línea, o si queremos consolidar un sistema científico fuerte que permita que los avances científicos lleguen a la sociedad española, para que nuestras universidades y empresas, nuestros estudiantes y políticos, no pierdan el tren del progreso.
Para lo primero basta seguir hablando de excelencia; para lo segundo hay que empezar a hablar de calidad y poner en marcha sistemas de evaluación adaptados a la complejidad de los objetivos que la ciencia debe cumplir.
— Josep M. Casacuberta, Investigador del Centro de Investigación en Agrigenómica, CRAG (CSIC-IRTA-UAB-UB)
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